La casa en luto
Lucía no lloró en el hospital cuando la máquina anunció el final. No lloró durante el velorio ni en el entierro. Durante toda la tragedia fue un perfecto retrato de tranquilidad y sensatez, reacia a dejarse vencer por el dolor.
A la mañana siguiente, cuando se sirvió su taza de café, se dio cuenta de que no quedaba azúcar. Y entonces recordó como su padre no tomaba café si no era con media taza de leche descremada y tres cucharaditas de azúcar.
En ese momento llegaron las lágrimas y se le hizo imposible detenerlas. Su maquillaje, que con tanto cuidado había aplicado, se desvaneció en un riachuelo negro que corrió por sus cachetes, hasta llegar al cuello de su traje. Sus sollozos no disminuyeron su volumen ni su intensidad. El traje blanco sucumbió al ataque del riachuelo negro de rímel. Empapada y pintada de negro, Lucía lloró hasta que sus lágrimas alcanzaron el suelo, tiñendo las losas de negro. El color alcanzó las paredes, arrastrándose por la madera como las raíces de un cedro, hasta llegar al techo.